jueves, 7 de abril de 2011

Vendo niña barata en buen estado.


Cuando era pequeño, y hasta bien entrada la juventud, paseaba a menudo por las Ramblas de Barcelona. La parte que más me gustaba era aquella donde los puestos vendí­an animales más o menos exóticos y podí­a una detenerse a contemplar, a una distancia irregular, los hermosos animales que jamás compré y que, de otro modo, no hubiera podido observar. Yo estaba en aquella edad en la cual descubrir era lo más importante, a costa de quien fuera.

Más tarde me gustó la parte de las flores, todo aquel colorido y variedad formal que ofrecí­a la diversidad botánica, me llamaba poderosamente la atención. Aunque después también razonara que matar para embellecer no podí­a tolerarlo bajo ningún concepto.

Pasaron los años, crecí­ en todos los aspectos y, de un modo natural, comencé a deleznar que ello pudiera estar en venta. Ya no veí­a aquellos puestos como pequeños almacenes de joyas, sino como reales penitenciarí­as abarrotadas de reos, cuyo único delito era ser inocentes (se conoce que la inocencia es punible y, si además eres débil, razonable). Con los años la sensatez -si la hubiera-, me fue dando a entender que viví­amos en una sociedad perversa y corrupta respecto a los animales no humanos -y, por supuesto, a los humanos-, si utilizábamos a nuestras hermanitas pequeñas para entretenernos. Ya no era cuestión de la supervivencia de un individuo que devora a otro, no, era la pura tortura, el entretenimiento de seres solitarios, o un abusivo concepto erróneo de piedad, la cual tendí­a a dilucidar que, al comprar un animal de esos que exhibí­an las comerciantes de tal avenida, lo liberábamos de su cárcel. Si, eso era cierto, pero también condenábamos a otro animalito a reemplazarle, porque lo único importante en aquel juego era la salud económica de las vendedoras, sin importar demasiado qué tipo de objeto vendieran. Pudiera ser jarrones, plantas, tortugas, tenedores, zapatos o, si su osadí­a y lectura de la ley se lo permití­an, droga, niñas, o conciencias. El negocio es el negocio.

Seguramente se me llamará radical por estos desproporcionados comentarios -la televisión impone su lenguaje de modo muy eficaz-, pero es que una no puede menos que lamentar el encierro asqueroso y apelmazado que hacen estos comercios, y otros distribuidos por la ciudad, el paí­s, y el planeta, con los animales. La tristeza de una existencia entre rejas desde el primer contacto con la luz hasta el último. También, claro, como ser económico que soy, adquiero conciencia de que sus vidas, además, son baratas. A veces tan baratas como las de las personas en según qué paí­ses o qué situaciones. Tan baratas como más baratas que una cerveza, un café o una limosna. Compramos animales baratos y ello nos otorga superioridad.

Lo barato nos emociona porque lo económico es el único camino para disfrutar de todo en la vida. Amén. Es por ello que proliferan las tiendas con objetos a precios ridí­culos, cuya calidad es baja y para cuya fabricación las esclavas se esmeran, amenazadas por el hambre.

Nuestra digestión bien merece el hambre ajena. Nuestra sonrisa y beneplácito bien merece el sufrimiento animal.

Ignoro a qué precio está la niña tailandesa, seguro que hay padres y madres en muchos paí­ses del mundo que venden a sus hijas baratas ( la niña china creo que tiene buena salida en el mercado ), no ya por el dinero a ganar sino por la satisfacción de no tener que mantenerlas, pero ese es otro tema dentro de la inmunda letrina humana. La maldad adquiere visos de costumbre; la brutalidad, repetida hasta el exceso, deviene tradición y ya sabemos que las costumbres y las tradiciones son lo más bonito de nuestra raza. Amén.

Hoy dí­a, la sola visión de un manojo de peces en una pecera del tamaño de un tiesto me causa honda tristeza. Pienso que el ser humano cambiará, por las buenas o por las legales, pero lo hará. Entretanto, como tierrorista que creo ser, apruebo incondicionalmente las acciones del FLA, y que salga el sol por Antequera.

Llevamos miles de años repitiendo lo mismo, palabras y promesas, acciones electorales, falsas democracias -si verdaderas existieran-, para alcanzar el í­nclito estadio civilizador que permite que mueran dos millones de hutus y tutsis mediante pistolas fabricadas en España, que se "ajusticie" a irakí­es por un apestoso barril de petróleo, o que se desforeste la Amazoní­a para publicar -también-, con esa celulosa extraí­da, folletos turí­sticos convidando a las habitantes del primer mundo a visitar Brasil... y su Amazoní­a.

Somos imbéciles hasta el fondo de la imbecilidad -si la hubiera-.

Amo la vida, y tal es el único axioma que se me aparenta válido. Amo la vida que no necesita matar y torturar para manifestarse, la que cumple con la potencia de nuestra capacidad intelectual, la que se esfuerza y construye sin mártires, la vida que vive consciente de las vidas que le entornan. El dolor es un camino, qué duda cabe, pero es el dolor propio el que más nos enseña, no el de los demás.

Del mismo modo que las corridas de toros se acabarán, creo que se acabará la venta legal de animales, pero sucede que, mientras escribo estas letras, millones de animales aguardan su turno en peceras, jaulitas, barracones, cárceles y demás atolladeros del mundo, esperando el dedo de la gourmet que señala a la langosta sacrificada en el restaurante ante la vista de su indirecta ejecutora; el dedo infantil que señala al hamster o al periquito y decreta "éste, mamá", ante la mirada tierna de la progénite, el dedo sabio del ganadero que selecciona el segundo toro de la corrida de la semana siguiente, el famoso dedo que escoge a la niña más tierna para extraerle su saludable hí­gado y salvar así­ la vida a una empresaria rota por la cirrosis. El dedo... el dedo... el dedo que aprieta el gatillo una vez más contra la naturaleza, contra la lógica del equilibrio y contra la raza humana.


Autor: Xavier Bayle

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